Les seguiría contando de la ciudad, pero recién vino una
enfermera a inyectarme una dosis de algún tipo de calmante diario. Lo hacen
habitualmente cuando me escuchan hablando sola. Les contaría mi historia.
Porque eso es lo que hago cuando hablo en voz alta. Pero ninguna de ellas se
sienta al lado mío a escucharme. Todas las enfermeras de este hospital se
comportaban de la misma manera. Increíblemente brutas al entrar, comentando lo
cuerdas que son a comparación mía, presumiendo su libertad. Con manos tan
fuertes capaces de cortar la circulación de la sangre.
Todas me caían mal, en especial la más joven. Si no fuera
por ella ahora estaría en libertad. Al entrar ala habitación, se notaba su
pesimismo en el ambiente. Mi presencia la atemorizaba tanto que su voz se quebraba
cuando le preguntaba algo, siempre evitaba mirarme a los ojos. En parte, creo que la trataba mal porque le tenía
envidia. Y como para no tenerle, era como una muñeca; tan delicada y pura. Su
cabello rubio platinado recogido en el gorro para el trabajo, sus rasgos
faciales eran tan nítidos, se notaba un gran cuidado. A comparación mía, ella
no era un esqueleto. Poseía una fortaleza de la cual yo carecía. Sus ojos color
café miraban inquietamente toda la habitación.
¿Por qué mi inseguridad crecía? Adentro de ese pavoroso
edificio era insignificante. Todos los médicos y las dichosas enfermeras me
controlaban o trataban como querían. Mi poder disminuía porque en ese hospital
nunca existió. Probablemente eso conteste a mi anterior pregunta.
Las enfermeras siguen merodeando de izquierda a derecha, y
viceversa, del lado de afuera de mi habitación. Su plan consiste en vigilarme
para evitar mi escape. Que en realidad era una pérdida de tiempo porque nunca volvería
a intentarlo. En un futuro no tan lejano finalizaría mi vida justo ahí, ¿cómo
se me iba a ocurrir en desgastar mi quebradizo cuerpo? Algo de lo que estoy
segura es que nunca entenderé a las desquiciadas enfermeras.
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