La enorme casa alejada de la población según recuerdo era
tan tenebrosa. No teníamos luz, y en cambio usábamos velas. En el patio había
un pozo de agua, el cual nos proveía agua para bañarnos, cocinar y limpiar los
habituales desastres. Obviamente mi familia
no pagaba ninguna cuenta y/o impuesto, digamos que se las ingeniaban
para sobrevivir a la época. Y lo hacían muy bien, nunca tuvieron problemas con
eso.
Los días de la semana se tornaban muy monótonos. Siempre la
misma catastrófica rutina. Me levantaba a la hora que quería, leía un rato,
almorzaba o merendaba y ordenaba los libros. Hasta que alguno de mis padres me
llamaba a la noche a cenar. Cuando tenía la oportunidad salía de mi habitación
e investigaba las demás que jamás había conocido. Ninguna poseía muchos muebles, pero los empapelados de las
paredes se lucían rosas de distintos colores cada habitación.
Mi habitación era de color rosa viejo con rosas blancas.
Abajo de cada rosa había un nombre que mi padre agregaba día a día. Mi cama se
encontraba en el medio y en frente de ella se hallaba un ventanal gigante.
Tenía forma de rombo, como un diamante plano Por esa ventana veía la ciudad a
lo lejos. De noche iluminaba tanto que apenas podía dormir. Amaneceres y atardeceres
pasaban y los años seguían. Era obvio que tenía que irme. Ese diamante fue lo
que me dio esperanza por tanto tiempo. Sabía que detrás de esta casa había
algo, una vida para mí. Solo tenía que pensar en cómo conseguirla.
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